miércoles, 23 de julio de 2008

Mi abuela

A la abuela le había sonreído la vida hasta que se casó. En casa de sus padres reinó siempre la alegría, la abundancia, la generosidad y el cariño. Todo el que pasaba por allí era bien recibido ya fuera familia cercana o lejana, conocido o simple pasajero en tránsito. Así que el ámbito familiar de la abuela no se limitaba a sus padres y a sus dos hermanas, sino que abarcaba una larga parentela de tíos, primos, re-tíos y re-primos en grado lejano que sin embargo para sus padres y para ella eran “suyos” y por tanto queridos y tratado como si fueran parientes de primer grado.
El padre de la abuela era el barquero, es decir, el dueño de la barca que atravesaba el río. Por lo tanto desde pequeña se acostumbró a tratar con personas ajenas a la familia. Ya fuera por esto o porque su carácter era extrovertido por naturaleza, el caso es que por donde quiera que fuera iba saludando a gente. Ella siempre tenía un “un buenos días”, o un “cómo andamos” o un “hasta luego” para todos los que se encontraban por el camino.
La abuela había nacido en 1899, un año después del desastre del 98. Muy alta para su época puesto que medía casi un metro setenta, morena, con unos ojos negros llenos de vida, alegre, cariñosa y generosa a raudales, caminaba por las calles del pueblo emanando el salero y la alegría de sus pocos años. A partir de los dieciséis años y bajo la dirección de su madre se dedicó a la tarea de preparar su ajuar para que cuando llegara el momento de casarse todo estuviera preparado. Lo malo es que para su desgracia, éste no tardó en llegar y otorgaba el “sí quiero” en la iglesia del pueblo, como mandaban todos los cánones de la época, a los diecinueve años.
No es que la abuela se casase especialmente joven o apurada por las circunstancias, era lo normal en su época y en su ámbito. También era habitual que el matrimonio se hubiera concertado entre las familias y que el novio y la novia no hubieran gozado de mucha intimidad antes de la boda, se solían ver en contadas ocasiones y casi siempre en presencia de alguno de los miembros de una u otra familia. Los padres o parientes más cercanos se encargaban de buscar el marido o la esposa, según el caso, más conveniente. Se miraba en el entorno cercano, en el mismo pueblo; se desconfiaba de los forasteros que no eran muy bien recibidos y de los que se pedía informes por escrito a través del párroco del pueblo.
En este caso no se trató de un desconocido porque tanto el marido como su familia, eran del mismo pueblo y unos tíos del novio se habían encargado de las presentaciones. Físicamente él era lo contrario a ella: muy blanco, rubio, de ojos claros y, eso sí, la igualaba en estatura. Pero no era solamente el físico lo que los diferenciaba, también los separaba el carácter. Se trataba de un hombre un tanto solitario, algo brusco y poco cariñoso. Los que le conocían atribuían estos rasgos a que su madre había muerto al poco de nacer él y que se había criado primero solo con su padre y luego en “poder de madrastra” y aunque todo el mundo reconocía, incluido él, que ella siempre le trató con cariño y generosidad, aquellos años pasados sin el amor y las atenciones de una madre le habían marcado para siempre. Sin embargo aunque reconocían su huraño carácter no dejaban de argumentar que era buena persona.
La abuela aportó al matrimonio un amplio ajuar y una generosa dote. Él contaba con una buena cantidad de dinero y un par de rebaños de ovejas y cabras que le permitían vivir desahogadamente; además compró una casa que pagó en efectivo y que pasó a formar parte de los bienes conyugales; en ella colocaron sus enseres y la destinaron a su hogar.
La armonía en el matrimonio no duró mucho tiempo sus caracteres tan opuestos no tardaron en chocar. Para él resultaba insufrible ver como ella caminaba por las calles saludando a todos los que le salían al paso y sobre todo que los hombres la hablasen o que simplemente la siguieran con la mirada. En su fuero interno creía que todos los hombres la deseaban y que, a la más mínima, intentarían robársela.
A la abuela aquello le cogió de sorpresa. Acostumbrada a vivir en una casa en la que todo el mundo era siempre bienvenido a dar cariño y a recibirlo por doquier, la hostilidad que mostraba su marido hacia todo lo que traspasaba los muros de la casa incluidos sus parientes más cercanos y sobre todo, si estos eran hombres, se le hacía inconcebible. Por más que lo intentaban no lograba comprender como lo que hasta entonces para ella había resultado natural y cotidiano podía soliviantar sobremanera a su marido.
Ella era una mujer abnegada y fiel a su marido por pura convicción y porque la habían educado así. En su cabeza y en su ser no cabía otra cosa. Se desesperaba al no encontrar la mera de disipar los infundados celos que su marido sentía contra todo y contra todos. Para intentar tranquilizarle ella procuraba acompañarle si él tenía que ausentarse por más de un día. Daba igual su estado, aunque estuviera embarazada o que los hijos fueran pequeños o que el camino fuera duro, siempre le decía:
- Si tú eres capaz de pasar por ahí, yo también paso.
Sin embargo, a pesar de la voluntad que ella le ponía y de la llegada de los hijos, la convivencia con aquel ser obsesivamente celoso y posesivo terminó convirtiéndose en una tortura. La abuela vivía prisionera en su propia casa porque en cuanto su marido se enteraba de que había puesto los pies en la calle se desataba la tormenta.
La abuela era una mujer muy resuelta a lo que no se le ponía nada por delante. Harta ya de aguantar aquella tremenda e injusta situación, un buen día recogió sus pertenencias y se marchó llevándose consigo a sus cuatro hijos.
Él fue a buscarla en reiteradas ocasiones rogándola que volviera, prometiéndola que cambiaría. Finalmente presionada por el entorno y por los condicionantes de la época, accedió a volver al hogar conyugal.
Pero la tregua duró poco tiempo, el apenas necesario para que engendrase y diera a luz a su quinto hijo, una niña. En esta ocasión los celos de su marido se centraron en un primo hermano de ella. Por más que la abuela le insistía:
- Pero hombre, como recelas de él, si se ha criado en mi casa, si le casó mi madre, si ha sido un hermano para nosotras. Pues claro que me quiere y yo a él, si es mi hermano.
Pero todo era inútil, cuantos más argumentos le mostraba, cuanto más trataba ella de apaciguarle, más aumentaba la obsesión de él.
Finalmente una noche terrible los celos le nublaron la razón más que de costumbre, cogió uno de sus cinturones de cuero y la emprendió con ella. No la mató de milagro. Ella logró huir y pedir auxilio a unos vecinos que la acogieron junto a sus cinco hijos. La abuela pasó aquella noche llorando abrazada a sus hijos muerta de dolor por dentro y por fuera. Avisaron al médico que cuando vio el cuerpo de aquella mujer en plena cuarentena y amamantando a su hija lleno de moratones, se fue derecho a dar parte a la Guardia Civil. Corría el año de 1932, la República llevaba un año en el poder. La Guardia Civil fue a ver a la abuela, a contarle que tenían un parte del médico que decía que su marido le había dado una soberana paliza y que allí estaban ellos por si quería denunciarle.
- Y si pongo una denuncia ¿qué le pasará a él?
- Que le metemos en el calabozo
- Pues entonces no le denuncio. Aunque es un animal que no se merece nada, no quiero que por mi, mis hijos tengan que sufrir la vergüenza de ver a su padre en la cárcel.
Ante su terquedad la Guardia Civil se marchó diciéndola que si cambiaba de opinión ya sabía donde estaban.
A raíz de aquello a la abuela se le cortó la leche y la niña recién nacida murió. Ella no dudó en cargar sobre la conciencia de “aquel animal” la muerte de su hija y añadió un motivo más para odiarle hasta el día de su muerte.
Para dar de comer a sus cuatro hijos restantes la abuela empezó a vender lo mejor de su ajuar, los guardapiés y las blusas de seda, los bordados, los mantones de Manila, las gargantillas y los pendientes de oro… Todo siguió el mismo camino. Cuando ya no le restaba nada de valor que vender a la abuela no le quedó más remedio que dejar a los mayores a cargo de los pequeños y ponerse a trabajar fuera de su casa, cosa que hasta entonces nunca había tenido la necesidad de hacer. Y no solo eso sino que en muchas ocasiones tuvo que aceptar incluso los trabajos más duros, los que nunca antes habían realizado las mujeres.
Desde el momento en que su marido la arrojara de su casa se juró a sí misma que él jamás volvería a ponerle las manos encima y así fue. Ambos se mantuvieron a distancia. Ella nunca recurrió a él, tampoco le reclamó la casa, o parte del ganado o del dinero, ni siquiera en los peores momentos: “antes me muero de hambre”.
Nunca se le puso nada ni nadie por delante, se enfrentó a todo y a todos lo que intentaron ponerle trabas.
Pasó por mil y una dificultades como cuando su hija enfermó de fiebres tifoideas y se plantó en caso del médico y le dijo:
- Mire usted, mi hija está muy malita. Yo no tengo dinero ni para las medicinas, ni para pagarle a usted. En su conciencia está salvarla o dejarla morir.
El médico no solo fue a ver a la niña, también se encargó de proporcionarle la medicación necesaria y luego dirigiéndose a la abuela preguntó:
- ¿Tiene usted inconveniente en trabajar en el campo?
- No señor, yo no tengo inconveniente en realizar cualquier trabajo con tal de que sea honrado. Pero a veces no me lo quieren dar porque soy una mujer.
- Pues a partir de mañana y mientras dure la recogida de la aceituna a usted no le va a faltar trabajo. Preséntese a mi capataz y si le pone pegas, dígale que la envío yo personalmente.
Efectivamente, al capataz no le hizo ninguna gracia tener que admitir a una mujer en su cuadrilla, pero como iba de parte del amo, no tuvo más remedio que aceptarla. Al final de la temporada quedó tan impresionado con su forma de trabajar que la preguntó si podía contar con ella para el pimiento. A lo que la abuela le contestó:
- Para el pimiento, para los higos, para el algodón, para todo lo que haga falta. Tengo cuatro bocas que alimentar.
A raíz de la enfermedad de su hija la abuela hizo una promesa a la virgen de un santuario cercano situado en plena sierra y hasta que la salud y los años se lo permitieron iba caminando descalza en peregrinaje una vez al año. Tardaba varios días en llegar. Nunca fue sola, solía ir con un grupo de peregrinos y habitualmente la acompañaba su hija.
A la abuela la guerra civil ya le pilló muy curtida en sortear dificultades, así que cuando detuvieron a su cuñado por el simple hecho de ser un edil socialista, le dijo a su hermana:
- Vente a mi casa porque tarde o temprano una noche de estas vendrán a por ti y será mejor que no te encuentren.
La abuela no se equivocó y durante varias noches seguidas acudieron a casa de su hermana tratando en vano de prenderla. Finalmente no logró impedir que la detuvieran, pero tuvieron que hacerlo de día y delante de testigos. Dado su carácter no dejó que se la llevaran así como así, los hizo frente, sin armas, con su sola presencia, pero de tal forma, que no se atrevieron con los niños y consintieron en dejarlos a su cargo.
Otro día tuvo que enfrentarse a quienes quisieron afeitar la cabeza a su hija, una niña de doce años que repetía todo lo que escuchaba y a la que un buen día no se le ocurrió mejor cosa que cantar:
- “Si los curas y las monjas superan la paliza que les íbamos a dar,
irían por la calle cantando libertad, libertad, libertad”
Había que haber visto a la niña llegar corriendo a casa y a la abuela salir a encararse con aquellos “granujas”
- Díos os libre de tacarle un solo pelo a mi hija
A mitad de la contienda llamaron a filas a su hijo mayor, pero volvió sano y salvo, como también lo hicieron su hermana primero y su cuñado unos años más tarde. La que no volvió fue la última gargantilla de oro que la abuela no había querido vender y que guardaba para que su única hija pudiera lucirla algún día, se la requisaron y no contentos con una la reclamaban las otras. Nuevamente salió a relucir su impresionante arrojo cundo les contestó:
- Así que tú dices que yo tengo más de una gargantilla… Pues ya que al parecer sabes tanto, también deberías saber que las he tenido que vender para dar de comer a mis hijos. Así que coge esa y vete por donde has venido.
Cuando pienso en ella me asombra que pudiera salir adelante y conseguir que aquellas criaturas no murieran de inanición o de cualquiera de las muchas enfermedades que asoló a la población española durante la guerra y la posguerra.
La abuela siempre vivió sola con sus hijos, jamás consintió que ningún hombre se le acercara, a los que lo intentaron los despachó con cajas destempladas y a ninguno le quedaron ganas de volver a intentarlo.
Fiel a su decisión de no querer nada que viniera de su marido no quiso reclamar la pensión de viudedad que la hubiera correspondido cuando él murió:
- “Si no quise nada de él en vida, tampoco lo quiero después de muerto”
Por su expreso deseo el poco dinero que dejó y las pertenencias que le quedaban (incluida la casa) pasaron directamente a sus hijos.
Además de a las dificultades económicas también tuvo que hacer frente, sobre todo al principio, a las críticas y al desprecio de algunos por tomar la decisión de separarse y no querer aguantar un amargo destino al lado de aquel hombre con el que tuvieron la desgracia de casarla. Para la mayoría soportar los golpes, las palizas, las humillaciones era algo que formaba parte de las obligaciones matrimoniales y las únicas alternativas válidas eran la resignación y el sometimiento.
Conforme fueron pasando los años las críticas se transformaron en admiración y respeto. Al final la abuela acabó convirtiéndose en toda una institución.
De ella se podrían contar miles de historias como cuando quedó un puesto libre en la tahona y la abuela se presentó diciendo:
- Me he enterado de que buscáis un hornero y he venido para que me deis el puesto
- Sí, necesitamos un hornero, pero no es para una mujer. Se trabaja de noche y hace falta tener unos brazos fuertes.
- Yo lo puedo hacer igual que un hombre, cuando quieras te lo demuestro.
Ante su arrojo no les quedó valor para negarle una oportunidad. Así que la abuela trabajó en la tahona hasta que se jubiló. Después de ella otra mujer se atrevió a solicitar un puesto de hornera y esta vez no pusieron tantas pegas.
A pesar de las dificultades por las que tuvo que pasar la abuela nunca perdió las ganas de vivir, jamás la vi llorar, ni lamentarse o arrepentirse de la decisión que tomó en su día. En su rostro era difícil atisbar el menor rastro de tristeza, en lugar de sumergirse en un mar de amargura supo disfrutar de lo bueno que tenía a su alrededor aunque en muchas ocasiones esto fuera escaso.
En las fiestas del pueblo acudía a la plaza del “bracilete” de sus amigas y formaba corro con ellas y cantaba como una más. Vivió rodeada de los suyos, de sus hermanas, de sus amigos más íntimos. Durante la década de los sesenta, parte de su familia tomó el mismo rumbo que muchos otros habitantes de la España rural de la época y emigraron lejos de allí. A la abuela aquello la costó muchas lágrimas, especialmente cuando lo hizo su hijo menor. Llegado el momento no tuvo inconveniente en viajar una y otra vez y atravesar la mitad de la península para pasar largas temporadas con ellos. En otras ocasiones, especialmente en el verano, eran ellos los que iban a visitarla.
A pesar de su amarga experiencia nunca desanimó a su hija ni a sus nietas a que se casaran siempre que lo hicieran con “un buen hombre”, eso era lo más importante que fuera bueno, todo lo demás quedaba en segundo plano.
Tampoco se vieron mermadas sus ganas de repartir cariño entre los suyos y su amor por los niños a los que acogió entre sus generosos brazos hasta que le fallaron las fuerzas. Durante años y hasta que fue muy mayor una de sus nietas iba cada día a su casa a que la abuela la abrazara y la acogiera en su “jalda” porque decía que la “jalda” y los abrazos de la abuela no tenían igual. Nadie la abrazaba y la acogía como ella. La niña con la ingenuidad y sinceridad que caracteriza a los infantes había descrito el alma de aquella increíble mujer. Al cabo de un rato sumamente reconfortada con las atenciones de la abuela, la daba un beso y se marchaba. Ella fue una de las últimas personas en verla con vida. Una visita inmensamente triste porque la abuela agotadas ya las fuerzas, al verla trató de hablarla pero no consiguió articular palabra. La ex niña y ya mujer adulta y madre, la cogió de la mano, se la llenó de besos y la dijo:
- Abuela, ya veo que sabes quien soy. No hace falta que hables que yo te entiendo igual.
Como no podía ser de otra manera, la abuela no murió de enfermedad alguna, sino de puro vieja. Cuando la llevaron al hospital porque se puso muy malita, les dijeron:
- No está enferma, lo que tiene son muchos años y sus órganos no dan más de sí.
Y la abuela murió porque sus riñones dejaron de funcionar, su hígado ya no pudo más y su corazón se cansó de latir.
En su tumba nunca faltan flores de variado colorido y casi tan alegres como ella. A pesar de estar enterrada en un nicho y de tener cemento alrededor, a los pies y sin explicación aparente, nació una flor. Cuando la vi no pude menos de exclamar:
- Una flor colorida y alegre para acompañarla, como ella había sido, como será siempre su recuerdo en nuestra memoria.

1 comentario:

Unknown dijo...
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