miércoles, 3 de diciembre de 2008

Por razones de higiene prohibido escupir en el suelo

Este es un texto que preparé para mi tertulia literaria. La clave estaba en escribir un relato breve en el que estuviera incluida la frase: "por razones de higiene prohibido escupir en el suelo". Esta frase se encontraba puesta en una chapa sobre la pared de una antigua taberna de Madrid en la que estábamos celebrando nuestra reunión.

RELATO
A Antonio González siempre le había gustado vivir en Madrid, así que cuando se pudo jubilar, se quedó a vivir allí. Si bien se ausentaba de vez en cuando para realizar algún que otro interesante viaje o para aspirar el aire marino.
A Antonio González además de vivir en la ciudad también le gustaba caminar. Antonio disfrutaba de sus paseos por las calles de Madrid en todas las épocas del año, lo único que variaban eran la hora y la vestimenta. Para realizar esta actividad, solía elegir horas en las que las calles, siempre bulliciosas, no estuvieran muy saturadas de gente, porque una cosa es que a Antonio le gustase la ciudad y otra muy distinta era querer verse inmerso en una aglomeración. El exceso de gente y de ruido poseían la virtud de marearle, así que los evitaba.
Aquel era un soleado día de noviembre. Uno de esos claros días que el otoño madrileño tiene a bien regalar a sus habitantes. Antonio había dado su paseo habitual entre las doce y las dos del mediodía, llegando a casa a tiempo para la comida. Después de dormitar un rato en el sillón, Antonio se preparó una taza de café y se asomó a la ventana: definitivamente el día era radiante. Un día como aquel seguramente ofrecería una puesta de sol de esas que él no se podía perder. Los atardeceres otoñales de Madrid se echan de menos cuando uno no está allí. Así que no lo pensó dos veces, cogió una prenda de abrigo para resguardarse del relente vespertino y se dirigió a toda prisa a la parada del autobús. Su objetivo era contemplar la caída del sol desde al alto del Cuartel de la Montaña. Antonio no podía imaginar un escenario mejor para semejante espectáculo. A esas horas el tráfico en Madrid suele ser fluido y no se tarda mucho en llegar a cualquier lado al que uno desee ir. El autobús no tardó en llegar. Antonio tuvo que comprobar el número dos veces para asegurarse de que se subía al correcto porque el vehículo era nuevo, hasta tenía otro color.
- ¡Vaya! Sí es azul como cuando yo era pequeño
Pero no era esta la única sorpresa que la EMT le tenía preparado a Antonio. El coche, además de utilizar combustible no contaminante, según anunciaba en el exterior, ¡hablaba! Sí, sí hablaba. Anunciaba la siguiente parada, decía que más autobuses se detenían allí y hasta daba la hora. Definitivamente este alcalde se ha vuelto loco, en que cabeza cabe, comprar autobuses que hablan, qué dispendio. Cuanto más bonito es preguntar al pasajero que uno tiene al lado si está muy lejos la parada de la Pza. de España porque allí es donde uno se tiene que bajar y no estar pendiente de lo que dice una máquina o de leer los letreros. Además con la excusa de la pregunta, se entabla conversión y el viaje se hace más ameno. Claro que bien es verdad que ya casi nadie habla con nadie. No como antes que se podían iniciar amistades y hasta noviazgos en el autobús. Este es azul, pero no se parece en nada a aquellos de su infancia, en los que para solicitar la parada había que tirar de una cuerda que daba la vuelta al autobús y a la que los niños no llegaban porque estaba casi en el techo y tenían que pedirle a un adulto que tirara de ella o solicitar al cobrador (porque llevaban cobrador y todo) que avisara al conductor de que la siguiente parada era la suya. Uno entraba en el autobús por detrás que era donde se sentaba el cobrador y ahí pagaba el billete. El cobrador se encargaba de que todo el mundo subiera y bajara sin percances y cuando todos estaban situados avisaba al conductor para que arrancara.
El cobrador también se ocupaba de que la gente pasara hacia la parte delantera del autobús y no se apiñase en la trasera. Antonio era de los que intentaban alcanzar la primera fila, allí al lado del conductor ¡qué bien se veía todo! y hasta charlaba con él, a pesar del cartel de “prohibido hablar con el conductor”. Aquellos autobuses estaban llenos de carteles. Al lado de los primeros asientos estaban los que decían:
“asientos reservados para caballeros mutilados”
y a lo largo del autobús se colocaban varios alargados pero con el mismo texto: “por razones de higiene prohibido escupir en el suelo”.
- ¡Uf! Si la próxima es la mía, con tanto evocar el pasado, se me olvida el presente. Me debo estar haciendo viejo porque empiezo a parecerme a ellos
Antonio se bajó y dirigió sus decididos pasos a lo que hoy llamamos el Templo de Debod, subió las escaleras, pasó de largo por el monumento al dios egipcio y alcanzó la barandilla del fondo. Desde allí contempló la bonita vista de Madrid, luego se colocó unas oscuras gafas de sol para que el astro rey no le cegara y así poder observar como el color amarillo que ofrecía al medio día se había tornado en intenso anaranjado, poco a poco irá perdiendo intensidad para permitir que un áurea violeta le rodee, entonces se hace inmenso y alcanza tal belleza que le deja exhausto y no le queda más remedio que ocultarse hasta el día siguiente.
Una vez más Antonio, se ha emocionado ante la hermosura que la naturaleza es capaz de ofrecer de manera tan generosa y deja caer unas lágrimas. Si alguien le hubiera preguntado habría dicho que era porque la luz del sol le había cegado.

LLEGA EL OTOÑO…

¿Poético o pesimista?


Ayer cuando paseaba por el parque me di cuenta de que las hojas de los árboles se están volviendo amarillas, señal de que el otoño está a la vuelta de la esquina. Poco a poco se marcharán los días de calor y llegarán los templados días de octubre con sus soleadas tardes y sus preciosas puestas de sol. El astro rey lanzará sus rayos sobre las amarillas hojas consiguiendo arrancarlas dorados destellos. Cada atardecer se convertirá en una explosión de luz y color, las hojas pasarán del amarillo al marrón hasta que agotados de ofrecernos tanto esplendor, se despojen de ellas para concentrar todas energías en afrontar el frío invierno. Necesitarán algunos meses para reponerse de tanto esfuerzo, pero siempre generosos sacudirán su pereza y en primavera permitirán que sus ramas se pueblen de yemas y el ciclo de la vida vuelva a comenzar.

Ayer cuando paseaba por el parque me di cuenta de que las hojas de los árboles se están volviendo amarillas, señal de que el otoño está a la vuelta de la esquina. El verano se acaba, se terminaron las largas tardes en las que parece que nunca va a anochecer, los días se acortan a la velocidad del rayo y rápidamente las noches se hacen más largas que los días. El sol saldrá cada vez más tarde y se pondrá un poco más temprano cada día; las nieblas matinales impedirán que brille en más de una ocasión y en otras las nubes apenas permitirán que se filtre algún rayo, eso sin hablar de los días de lluvia… Enseguida llega el frío, ese frío que se te cuela por las rendijas de la ropa, que te agarrota los músculos y te quita las ganas de salir y hasta de vivir. ¡Qué triste es todo en invierno! Si hasta a los pobres árboles se les caen las hojas, les pasa lo que a mí, se quedan sin energía, el frío y la oscuridad nos sumerge en un letargo del que no somos capaces de salir hasta la llegada de la primavera.

viernes, 3 de octubre de 2008

¿Por qué este nombre y este blog?

Os preguntaréis a que obedece este seudónimo y el título del blog. Nada es caprichoso y todo tiene una explicación. El día 2 de febrero se celebra la Virgen de las Candelas y es tradición en el pueblo en el que nací que ese día las madres vayan a la procesión con los niños nacidos durante el año y que porten una vela. En mi caso ese día me llevaron a la procesión pero también fue el primero que me sacaron a la calle desde mi accidentado nacimiento.
El título del blog "la historia reescrita" pues porque creo que a partir de una determinada edad uno mira para atrás y repasa las cosas que le han ocurrido y las empieza a ver de otra manera y así, de esta forma es como si reescribiera su propia historia, la historia de su vida.

miércoles, 23 de julio de 2008

Mi abuela

A la abuela le había sonreído la vida hasta que se casó. En casa de sus padres reinó siempre la alegría, la abundancia, la generosidad y el cariño. Todo el que pasaba por allí era bien recibido ya fuera familia cercana o lejana, conocido o simple pasajero en tránsito. Así que el ámbito familiar de la abuela no se limitaba a sus padres y a sus dos hermanas, sino que abarcaba una larga parentela de tíos, primos, re-tíos y re-primos en grado lejano que sin embargo para sus padres y para ella eran “suyos” y por tanto queridos y tratado como si fueran parientes de primer grado.
El padre de la abuela era el barquero, es decir, el dueño de la barca que atravesaba el río. Por lo tanto desde pequeña se acostumbró a tratar con personas ajenas a la familia. Ya fuera por esto o porque su carácter era extrovertido por naturaleza, el caso es que por donde quiera que fuera iba saludando a gente. Ella siempre tenía un “un buenos días”, o un “cómo andamos” o un “hasta luego” para todos los que se encontraban por el camino.
La abuela había nacido en 1899, un año después del desastre del 98. Muy alta para su época puesto que medía casi un metro setenta, morena, con unos ojos negros llenos de vida, alegre, cariñosa y generosa a raudales, caminaba por las calles del pueblo emanando el salero y la alegría de sus pocos años. A partir de los dieciséis años y bajo la dirección de su madre se dedicó a la tarea de preparar su ajuar para que cuando llegara el momento de casarse todo estuviera preparado. Lo malo es que para su desgracia, éste no tardó en llegar y otorgaba el “sí quiero” en la iglesia del pueblo, como mandaban todos los cánones de la época, a los diecinueve años.
No es que la abuela se casase especialmente joven o apurada por las circunstancias, era lo normal en su época y en su ámbito. También era habitual que el matrimonio se hubiera concertado entre las familias y que el novio y la novia no hubieran gozado de mucha intimidad antes de la boda, se solían ver en contadas ocasiones y casi siempre en presencia de alguno de los miembros de una u otra familia. Los padres o parientes más cercanos se encargaban de buscar el marido o la esposa, según el caso, más conveniente. Se miraba en el entorno cercano, en el mismo pueblo; se desconfiaba de los forasteros que no eran muy bien recibidos y de los que se pedía informes por escrito a través del párroco del pueblo.
En este caso no se trató de un desconocido porque tanto el marido como su familia, eran del mismo pueblo y unos tíos del novio se habían encargado de las presentaciones. Físicamente él era lo contrario a ella: muy blanco, rubio, de ojos claros y, eso sí, la igualaba en estatura. Pero no era solamente el físico lo que los diferenciaba, también los separaba el carácter. Se trataba de un hombre un tanto solitario, algo brusco y poco cariñoso. Los que le conocían atribuían estos rasgos a que su madre había muerto al poco de nacer él y que se había criado primero solo con su padre y luego en “poder de madrastra” y aunque todo el mundo reconocía, incluido él, que ella siempre le trató con cariño y generosidad, aquellos años pasados sin el amor y las atenciones de una madre le habían marcado para siempre. Sin embargo aunque reconocían su huraño carácter no dejaban de argumentar que era buena persona.
La abuela aportó al matrimonio un amplio ajuar y una generosa dote. Él contaba con una buena cantidad de dinero y un par de rebaños de ovejas y cabras que le permitían vivir desahogadamente; además compró una casa que pagó en efectivo y que pasó a formar parte de los bienes conyugales; en ella colocaron sus enseres y la destinaron a su hogar.
La armonía en el matrimonio no duró mucho tiempo sus caracteres tan opuestos no tardaron en chocar. Para él resultaba insufrible ver como ella caminaba por las calles saludando a todos los que le salían al paso y sobre todo que los hombres la hablasen o que simplemente la siguieran con la mirada. En su fuero interno creía que todos los hombres la deseaban y que, a la más mínima, intentarían robársela.
A la abuela aquello le cogió de sorpresa. Acostumbrada a vivir en una casa en la que todo el mundo era siempre bienvenido a dar cariño y a recibirlo por doquier, la hostilidad que mostraba su marido hacia todo lo que traspasaba los muros de la casa incluidos sus parientes más cercanos y sobre todo, si estos eran hombres, se le hacía inconcebible. Por más que lo intentaban no lograba comprender como lo que hasta entonces para ella había resultado natural y cotidiano podía soliviantar sobremanera a su marido.
Ella era una mujer abnegada y fiel a su marido por pura convicción y porque la habían educado así. En su cabeza y en su ser no cabía otra cosa. Se desesperaba al no encontrar la mera de disipar los infundados celos que su marido sentía contra todo y contra todos. Para intentar tranquilizarle ella procuraba acompañarle si él tenía que ausentarse por más de un día. Daba igual su estado, aunque estuviera embarazada o que los hijos fueran pequeños o que el camino fuera duro, siempre le decía:
- Si tú eres capaz de pasar por ahí, yo también paso.
Sin embargo, a pesar de la voluntad que ella le ponía y de la llegada de los hijos, la convivencia con aquel ser obsesivamente celoso y posesivo terminó convirtiéndose en una tortura. La abuela vivía prisionera en su propia casa porque en cuanto su marido se enteraba de que había puesto los pies en la calle se desataba la tormenta.
La abuela era una mujer muy resuelta a lo que no se le ponía nada por delante. Harta ya de aguantar aquella tremenda e injusta situación, un buen día recogió sus pertenencias y se marchó llevándose consigo a sus cuatro hijos.
Él fue a buscarla en reiteradas ocasiones rogándola que volviera, prometiéndola que cambiaría. Finalmente presionada por el entorno y por los condicionantes de la época, accedió a volver al hogar conyugal.
Pero la tregua duró poco tiempo, el apenas necesario para que engendrase y diera a luz a su quinto hijo, una niña. En esta ocasión los celos de su marido se centraron en un primo hermano de ella. Por más que la abuela le insistía:
- Pero hombre, como recelas de él, si se ha criado en mi casa, si le casó mi madre, si ha sido un hermano para nosotras. Pues claro que me quiere y yo a él, si es mi hermano.
Pero todo era inútil, cuantos más argumentos le mostraba, cuanto más trataba ella de apaciguarle, más aumentaba la obsesión de él.
Finalmente una noche terrible los celos le nublaron la razón más que de costumbre, cogió uno de sus cinturones de cuero y la emprendió con ella. No la mató de milagro. Ella logró huir y pedir auxilio a unos vecinos que la acogieron junto a sus cinco hijos. La abuela pasó aquella noche llorando abrazada a sus hijos muerta de dolor por dentro y por fuera. Avisaron al médico que cuando vio el cuerpo de aquella mujer en plena cuarentena y amamantando a su hija lleno de moratones, se fue derecho a dar parte a la Guardia Civil. Corría el año de 1932, la República llevaba un año en el poder. La Guardia Civil fue a ver a la abuela, a contarle que tenían un parte del médico que decía que su marido le había dado una soberana paliza y que allí estaban ellos por si quería denunciarle.
- Y si pongo una denuncia ¿qué le pasará a él?
- Que le metemos en el calabozo
- Pues entonces no le denuncio. Aunque es un animal que no se merece nada, no quiero que por mi, mis hijos tengan que sufrir la vergüenza de ver a su padre en la cárcel.
Ante su terquedad la Guardia Civil se marchó diciéndola que si cambiaba de opinión ya sabía donde estaban.
A raíz de aquello a la abuela se le cortó la leche y la niña recién nacida murió. Ella no dudó en cargar sobre la conciencia de “aquel animal” la muerte de su hija y añadió un motivo más para odiarle hasta el día de su muerte.
Para dar de comer a sus cuatro hijos restantes la abuela empezó a vender lo mejor de su ajuar, los guardapiés y las blusas de seda, los bordados, los mantones de Manila, las gargantillas y los pendientes de oro… Todo siguió el mismo camino. Cuando ya no le restaba nada de valor que vender a la abuela no le quedó más remedio que dejar a los mayores a cargo de los pequeños y ponerse a trabajar fuera de su casa, cosa que hasta entonces nunca había tenido la necesidad de hacer. Y no solo eso sino que en muchas ocasiones tuvo que aceptar incluso los trabajos más duros, los que nunca antes habían realizado las mujeres.
Desde el momento en que su marido la arrojara de su casa se juró a sí misma que él jamás volvería a ponerle las manos encima y así fue. Ambos se mantuvieron a distancia. Ella nunca recurrió a él, tampoco le reclamó la casa, o parte del ganado o del dinero, ni siquiera en los peores momentos: “antes me muero de hambre”.
Nunca se le puso nada ni nadie por delante, se enfrentó a todo y a todos lo que intentaron ponerle trabas.
Pasó por mil y una dificultades como cuando su hija enfermó de fiebres tifoideas y se plantó en caso del médico y le dijo:
- Mire usted, mi hija está muy malita. Yo no tengo dinero ni para las medicinas, ni para pagarle a usted. En su conciencia está salvarla o dejarla morir.
El médico no solo fue a ver a la niña, también se encargó de proporcionarle la medicación necesaria y luego dirigiéndose a la abuela preguntó:
- ¿Tiene usted inconveniente en trabajar en el campo?
- No señor, yo no tengo inconveniente en realizar cualquier trabajo con tal de que sea honrado. Pero a veces no me lo quieren dar porque soy una mujer.
- Pues a partir de mañana y mientras dure la recogida de la aceituna a usted no le va a faltar trabajo. Preséntese a mi capataz y si le pone pegas, dígale que la envío yo personalmente.
Efectivamente, al capataz no le hizo ninguna gracia tener que admitir a una mujer en su cuadrilla, pero como iba de parte del amo, no tuvo más remedio que aceptarla. Al final de la temporada quedó tan impresionado con su forma de trabajar que la preguntó si podía contar con ella para el pimiento. A lo que la abuela le contestó:
- Para el pimiento, para los higos, para el algodón, para todo lo que haga falta. Tengo cuatro bocas que alimentar.
A raíz de la enfermedad de su hija la abuela hizo una promesa a la virgen de un santuario cercano situado en plena sierra y hasta que la salud y los años se lo permitieron iba caminando descalza en peregrinaje una vez al año. Tardaba varios días en llegar. Nunca fue sola, solía ir con un grupo de peregrinos y habitualmente la acompañaba su hija.
A la abuela la guerra civil ya le pilló muy curtida en sortear dificultades, así que cuando detuvieron a su cuñado por el simple hecho de ser un edil socialista, le dijo a su hermana:
- Vente a mi casa porque tarde o temprano una noche de estas vendrán a por ti y será mejor que no te encuentren.
La abuela no se equivocó y durante varias noches seguidas acudieron a casa de su hermana tratando en vano de prenderla. Finalmente no logró impedir que la detuvieran, pero tuvieron que hacerlo de día y delante de testigos. Dado su carácter no dejó que se la llevaran así como así, los hizo frente, sin armas, con su sola presencia, pero de tal forma, que no se atrevieron con los niños y consintieron en dejarlos a su cargo.
Otro día tuvo que enfrentarse a quienes quisieron afeitar la cabeza a su hija, una niña de doce años que repetía todo lo que escuchaba y a la que un buen día no se le ocurrió mejor cosa que cantar:
- “Si los curas y las monjas superan la paliza que les íbamos a dar,
irían por la calle cantando libertad, libertad, libertad”
Había que haber visto a la niña llegar corriendo a casa y a la abuela salir a encararse con aquellos “granujas”
- Díos os libre de tacarle un solo pelo a mi hija
A mitad de la contienda llamaron a filas a su hijo mayor, pero volvió sano y salvo, como también lo hicieron su hermana primero y su cuñado unos años más tarde. La que no volvió fue la última gargantilla de oro que la abuela no había querido vender y que guardaba para que su única hija pudiera lucirla algún día, se la requisaron y no contentos con una la reclamaban las otras. Nuevamente salió a relucir su impresionante arrojo cundo les contestó:
- Así que tú dices que yo tengo más de una gargantilla… Pues ya que al parecer sabes tanto, también deberías saber que las he tenido que vender para dar de comer a mis hijos. Así que coge esa y vete por donde has venido.
Cuando pienso en ella me asombra que pudiera salir adelante y conseguir que aquellas criaturas no murieran de inanición o de cualquiera de las muchas enfermedades que asoló a la población española durante la guerra y la posguerra.
La abuela siempre vivió sola con sus hijos, jamás consintió que ningún hombre se le acercara, a los que lo intentaron los despachó con cajas destempladas y a ninguno le quedaron ganas de volver a intentarlo.
Fiel a su decisión de no querer nada que viniera de su marido no quiso reclamar la pensión de viudedad que la hubiera correspondido cuando él murió:
- “Si no quise nada de él en vida, tampoco lo quiero después de muerto”
Por su expreso deseo el poco dinero que dejó y las pertenencias que le quedaban (incluida la casa) pasaron directamente a sus hijos.
Además de a las dificultades económicas también tuvo que hacer frente, sobre todo al principio, a las críticas y al desprecio de algunos por tomar la decisión de separarse y no querer aguantar un amargo destino al lado de aquel hombre con el que tuvieron la desgracia de casarla. Para la mayoría soportar los golpes, las palizas, las humillaciones era algo que formaba parte de las obligaciones matrimoniales y las únicas alternativas válidas eran la resignación y el sometimiento.
Conforme fueron pasando los años las críticas se transformaron en admiración y respeto. Al final la abuela acabó convirtiéndose en toda una institución.
De ella se podrían contar miles de historias como cuando quedó un puesto libre en la tahona y la abuela se presentó diciendo:
- Me he enterado de que buscáis un hornero y he venido para que me deis el puesto
- Sí, necesitamos un hornero, pero no es para una mujer. Se trabaja de noche y hace falta tener unos brazos fuertes.
- Yo lo puedo hacer igual que un hombre, cuando quieras te lo demuestro.
Ante su arrojo no les quedó valor para negarle una oportunidad. Así que la abuela trabajó en la tahona hasta que se jubiló. Después de ella otra mujer se atrevió a solicitar un puesto de hornera y esta vez no pusieron tantas pegas.
A pesar de las dificultades por las que tuvo que pasar la abuela nunca perdió las ganas de vivir, jamás la vi llorar, ni lamentarse o arrepentirse de la decisión que tomó en su día. En su rostro era difícil atisbar el menor rastro de tristeza, en lugar de sumergirse en un mar de amargura supo disfrutar de lo bueno que tenía a su alrededor aunque en muchas ocasiones esto fuera escaso.
En las fiestas del pueblo acudía a la plaza del “bracilete” de sus amigas y formaba corro con ellas y cantaba como una más. Vivió rodeada de los suyos, de sus hermanas, de sus amigos más íntimos. Durante la década de los sesenta, parte de su familia tomó el mismo rumbo que muchos otros habitantes de la España rural de la época y emigraron lejos de allí. A la abuela aquello la costó muchas lágrimas, especialmente cuando lo hizo su hijo menor. Llegado el momento no tuvo inconveniente en viajar una y otra vez y atravesar la mitad de la península para pasar largas temporadas con ellos. En otras ocasiones, especialmente en el verano, eran ellos los que iban a visitarla.
A pesar de su amarga experiencia nunca desanimó a su hija ni a sus nietas a que se casaran siempre que lo hicieran con “un buen hombre”, eso era lo más importante que fuera bueno, todo lo demás quedaba en segundo plano.
Tampoco se vieron mermadas sus ganas de repartir cariño entre los suyos y su amor por los niños a los que acogió entre sus generosos brazos hasta que le fallaron las fuerzas. Durante años y hasta que fue muy mayor una de sus nietas iba cada día a su casa a que la abuela la abrazara y la acogiera en su “jalda” porque decía que la “jalda” y los abrazos de la abuela no tenían igual. Nadie la abrazaba y la acogía como ella. La niña con la ingenuidad y sinceridad que caracteriza a los infantes había descrito el alma de aquella increíble mujer. Al cabo de un rato sumamente reconfortada con las atenciones de la abuela, la daba un beso y se marchaba. Ella fue una de las últimas personas en verla con vida. Una visita inmensamente triste porque la abuela agotadas ya las fuerzas, al verla trató de hablarla pero no consiguió articular palabra. La ex niña y ya mujer adulta y madre, la cogió de la mano, se la llenó de besos y la dijo:
- Abuela, ya veo que sabes quien soy. No hace falta que hables que yo te entiendo igual.
Como no podía ser de otra manera, la abuela no murió de enfermedad alguna, sino de puro vieja. Cuando la llevaron al hospital porque se puso muy malita, les dijeron:
- No está enferma, lo que tiene son muchos años y sus órganos no dan más de sí.
Y la abuela murió porque sus riñones dejaron de funcionar, su hígado ya no pudo más y su corazón se cansó de latir.
En su tumba nunca faltan flores de variado colorido y casi tan alegres como ella. A pesar de estar enterrada en un nicho y de tener cemento alrededor, a los pies y sin explicación aparente, nació una flor. Cuando la vi no pude menos de exclamar:
- Una flor colorida y alegre para acompañarla, como ella había sido, como será siempre su recuerdo en nuestra memoria.

lunes, 21 de julio de 2008

Cora

Todo empezó porque mi hijo quería un perro. En la clínica veterinaria nos recomendaron que fuéramos a un refugio y adoptásemos a uno de los perros que tenían recogidos y hacia allí nos dirigimos. A pesar de tratarse de una extensa y bonita finca, el panorama era desolador. Un buen número de jaulas se esparcían por el terreno. En cada una de ellas se alojaban 4, 5 y hasta 8 perros, dependiendo del tamaño de la jaula y del animal. Aullidos y ladridos lastimeros nos acompañaron durante el recorrido, solo hubo una excepción, una hembra de color negro que permanecía silenciosa en el fondo de la jaula:

- No ha dicho ni pío desde que la encontramos y tampoco quiere comer. No sabemos lo que durará.
Aunque no dábamos con el animal que en principio teníamos in mente (más bien pequeño de tamaño y de edad) iniciamos una segunda vuelta decididos a llevarnos a cualquiera de ellos para intentar darle una vida mejor de la que allí llevaba cuando apareció un grupo de tres mujeres con dos perros pequeños. En cuanto mis ojos recayeron sobre "Quintín" supe que "él" era mi perro. Sus grandes y tiernos ojos me cautivaron nada más verle. Pequeño, negro, con el pelo corto y brillante; sus patitas en consonancia con su cuerpo también eran cortas, lo único largo en él era su rabo que no paraba de mover de puro contento en cuanto oía que alguien se dirigía a él con voz cariñosa.

- Pero que cosa más bonita- dije al verle

Y Quintin caminó hacia mí con ojos alegres, sin parar de mover el rabo y con el hocico dispuesto para las caricias.

- ¿Me le puedo llevar? pregunté
- Por supuesto
- Me encanta, nos le llevamos...

Pero Quintin no estaba solo, con él venía "Cora"…

El cuerpo de Cora se asemejaba al de una cabritilla pequeña, sin embargo su fuerte pelaje y sus ojos se parecían a los de una vaca. El pelo de Cora era blanco con manchas negras. Su cabeza también era blanca con una gran mancha marrón en el centro y unas orejas cortas y pintiagudas. Cuando ella me miró con esos ojos profundos y tristes fui incapaz de dejarla allí.
Cora pareció comprender al primer golpe de vista que a quien tenía que conquistar era a mi. Así que cuando finalmente me senté en una silla en la oficina del centro de acogida para realizar los trámites de adopción, Cora pegó un salto y se instaló encima de mis piernas sin pedirme permiso y sin la más mínima intención de marcharse, se hizo un ovillo y allí se quedó. Desde ese momento supe que no era yo quién había adoptado a Cora, si no que era ella la que me había adoptado a mí.

Desde el instante en el que llegamos a casa, Cora dejó claramente que en aquella “pareja de hecho” la que llevaba los pantalones era ella y a Quintín no le quedó más remedio que aceptarlo. Cora era la primera que comía y cuando ella se había saciado entonces podía Quintín acercarse. El tema de la comida provocó varios altercados siempre iniciados por Cora. Finalmente decidimos que comieran por separado. También se adueñó de la cesta y de la manta que les habíamos comprado para que durmieran. Si Quintín era rápido y se instalaba antes que ella, no había problemas, porque Cora muy sutilmente se iba acercando y a base de carantoñas, lamidos y besos lograba que él la hiciera un sitio. Pero si ocurría al contrario y era ella la que se instalaba la primera y Quintín intentaba acercarse, Cora empezaba a emitir amenazadores gruñidos que en alguna ocasión llegaron a convertirse en auténtico ataque. En venganza Quintín poco a poco, con sus finos dientes acabó destrozando la cesta. El mismo camino siguieron una alcochada cunita y un cojín. Sus peleas acabaron hartándome tanto que terminaron durmiendo los dos en el suelo.
Cora también decidió que todo lo mío cuando yo no lo usaba era ella y nadie más que ella la que debía custiodarlo. Así, por ejemplo, en cuanto yo me levantaba de la tumbona en la que solía tomar el sol, ella se subía rápidamente. Si no tenía la precaución de cerrar correctamente la puerta de la lavadora Cora la abría y sacaba una o dos de las prendas que yo había metido. Aunque siempre allí dentro había ropa de mi familia, Cora únicamente cogía mis cosas, las demás allí las dejaba. Este fetichismo perruno acabó con un jersey que apenas me había puesto un par de veces, alguna que otra camiseta y un fino vestido que usaba en verano para estar en casa. Se dedicaba a hacer un rebujo con ellos en el que luego se revolcaba para impregnarlos de su olor. En tan afanosa operación enganchaba lo que hubiera pillado con las uñas de sus pezuñas y la prenda en cuestión terminaba en el cubo de la basura. Si Quintín intentaba acercarse al fetiche que ella atesoraba entre sus patas era recibido con amenazadores gruñidos en el mejor de los casos y con una dentellada en el peor.

Cora aprendió a saltar la valla del jardín. Era increíble como una perra tan pequeña podía salvar una alambrada de dos metros, pero prometo que lo conseguía. En más de una ocasión fui testigo de sus afanes. Decidí observarla sin que ella se diera cuenta después de que en un par de ocasiones apareciera en la calle moviendo el apéndice que tenía por rabo, corriendo como una loca y saltando como una cabra, feliz de salirme al encuentro y poder así recibirme ella sola sin la competencia de Quintín y sin tener que compartir las caricias y parabienes con él. La primera vez me asusté creyendo que me había dejado la puerta del jardín abierta, pero cuando llegué comprobé que no solo no estaba abierta, sino que además hasta había echado la llave. Mientras tanto Quintín lloriqueaba cosa que hacía siempre que no podía ir tras ella, sus cortas patitas le impedían seguirla en sus correrías.

Mi perra era feliz cuando nevaba y verla era todo un espectáculo. Corría por la nieve como si en lugar de un perro, fuera un canguro, encogiendo las patas. Cuando se cansaba de correr y saltar, se revolcaba en ella sin importarla su frialdad. Al igual que la nieve la encantaban el agua y el sol. Era capaz de permanecer al sol en pleno verano a las horas en las que el astro rey calentaba con su máxima intensidad. Cuando ya no podía más, Cora se dirigía a un barreño que yo había dispuesto para ella con agua, se metía en él y se ponía a dar vueltas para refrescarse el cuerpo mientras no paraba de beber. Con la sed saciaba y con el cuerpo fresco volvía a tumbarse al sol y así era capaz de pasarse la tarde entera.

A Cora la empezaron a dar ataques epilépticos. La primera vez me asusté muchísimo creyendo que la perra se me iba a morir en plena calle y sin poder hacer nada para socorrerla. Después de varias consultas al veterinario decidimos que lo más prudente era observar si se repetían, con cuánta frecuencia y en que ocasiones. El caso es que aquello pareció que había sido un hecho aislado y el tiempo fue pasando y solamente de cuando en cuando parecía sufrir un pequeño amago de ataque, sin la intensidad del primero y del que Cora se recuperaba inmediatamente. Dos o tres años más tarde adquirí una casa en la sierra a la que me fui con Quintín y Cora a pasar un mes entero. Cora no había sido tan feliz en su vida como lo fue aquel verano. Pasábamos casi todo el día en la naturaleza y el agua corría por todas partes, así que Cora no paraba de subir y bajar riscos, intentar atrapar conejos, ratones, culebras, pájaros y demás fauna que se toparan con ella, de saltar paredes y de meterse en todas las acequias, regueras y arroyos que se cruzaban en nuestro recorrido diario. A los pocos días de estar allí mi pareja de perros era conocida por todos y especialmente Cora que no paraba de sorprender con su manera de saltar, trepar, nadar y tomar el sol. Pero aquel mes lleno de actividad y de excitación tuvo su lado amargo, los hasta entonces esporádicos ataques de Cora se repitieron con demasiada frecuencia. En cuanto llegamos a Madrid la llevé al veterinario y me confirmó lo que ya me habían dicho hacía algunos años. El tratamiento, una vez iniciado, no tenía marcha atrás. Los efectos secundarios eran demoledores: el perro terminaba muriendo con el hígado destrozado por la medicación. Por supuesto la decisión era mía. Me aconsejaron que la observara nuevamente, que era posible que los ataques la hubieran repetido con tanta frecuencia de la pura excitación que había tenido durante las vacaciones. ¡Vaya!, pensé para mí, resulta que se puede morir de un exceso de felicidad.

Era la mañana del primer sábado de septiembre y habíamos estado en el parque. El calor hacía estragos y Cora y yo llegamos a casa asfixiadas; ella se tiró en el suelo de gres buscando el frescor y yo me dejé caer en un sofá con el aire acondicionado funcionando a todo trapo, mientras tanto Quintín no parecía tan afectado como nosotras y todavía le quedaban energías para revolotear a nuestro alrededor.

Después de comer empezó a extrañarme la inmovilidad de Cora; ya hacía unas horas que habíamos vuelto y al fin y al cabo en casa la temperatura era estupenda. Me acerqué a ella y pude comprobar que respiraba con bastante dificultad. Asustada me fui al ordenador a buscar una clínica veterinaria de guardia. Afortunadamente encontré una no lejos de casa y en la que me dijeron que no había nadie esperando. Cogía a Cora, la subí al coche y nos fuimos a la clínica. Mi pobre cabritilla loca, siempre tan saltarina, fue incapaz de bajar del coche por sí misma, tuve que cogerla en brazos y entrar así con ella en la clínica. La inyectaron varias medicinas y la hicieron unas cuantas pruebas. El resultado fue que la perra presentaba un cuadro de insuficiencia cardio-respiratoria, producido, en principio y a falta de hacerla más pruebas, por tener un corazón demasiado grande que la oprimía una de los pulmones y se lo dejaba inutilizado para respirar. Los ataques epilépticos del verano se habían debido a una falta de riego sanguíneo y de oxígeno en el cerebro producidos por esta patología. Así que a Cora no había que tratarla del sistema neurológico, si no del corazón. Cora se comportó estupendamente y se dejó pinchar, radiografíar y poner los cátodos para el electro sin la más mínima resistencia.

- ¡Qué perra más buena!- Comentó la joven veterinaria que nos atendía.
- No, te equivocas. No es buena, es que está muy malita.

Al día siguiente cuando la llevé nuevamente a que la viera, Cora, sensiblemente mejorada gracias a la medicación, hizo de las suyas y hubo que sujetarla fuertemente para que no se tirara de la camilla y ponerla un bozal porque estuvo a punto de darle un bocado cuando la pinchó.

- ¡Vaya Cora, cómo te has recuperado de ayer a hoy! Aunque has estado a punto de morderme, no sabes cuanto me alegro de verte así.
- Ya te dije que no es que fuera buena, si no que se encontraba muy mal.

Cora pareció recuperarse en un par de semanas y aparentemente volvía a ser la misma. Unas pruebas más exhaustivas demostraron que todo era producto de la medicación. El corazón de Cora sufría un proceso degenerativo que no había manera de parar, la medicación lo único que conseguía era minimizar los efectos. No solo tenía el corazón muy dilatado, una de sus válvulas estaba dañada y las paredes del músculo estaban desgastadas. Su enorme corazón ocupaba la mitad de la caja torácica por lo que Cora solamente respiraba con uno de sus pulmones. No me dijeron cuanto tiempo la quedaba, todo dependía de cómo respondiera a la medicación y a nuestros cuidados. Decidimos, que viviera lo más feliz posible el tiempo que la quedaba. De esta manera Cora tomaba cinco pastillas al día. Para que se las tragara la dábamos quesitos, fiambre de pavo o de jamón de York, según se terciara. Hasta tal punto asoció Cora la ingestión de las pastillas con el deleite de “aquellos manjares”, que en cuanto la llamaba y la decía:

- Cora: pastis (abreviatura de pastillas). Acudía como una exhalación sin dejar de mover el rabo.
Además de las pastillas hubo que comprarla un pienso sin sal y como la encantaba el pan, la dábamos rebanadas de pan tostado sin sal. Con tantos mimos y cuidados, Cora presentaba un aspecto de lo más saludable, tanto que su veterinario casi no se lo podía creer.

- Si no supiera que tiene lo que tiene, diría que es el perro más sano del mundo.
- No me hables, si vive mejor que yo.
- No me cabe ninguna duda, no hay más que verla.

Aquella mañana cuando me levanté para irme a trabajar observé que Cora estaba especialmente nerviosa (más de lo ya era ella de por sí). Intenté tranquilizarla con caricias y palabras cariñosas y también con sus gotas de valeriana. Finalmente la dí un trozo de pan:

-Por lo menos mientras se lo come dejará de ladrar y de saltar.

Mis gestos parecieron verse recompensados y Cora cogió su trozo de pan y se marchó con él a un rincón, finalmente se sentó y lo depositó entre sus patas. Con el panorama perruno aparentemente controlado me marché a mis quehaceres diarios.

A media mañana sonó el teléfono de mi mesa. Era mi hijo; con voz entrecortada y sin apenas permitirme que le saludara, me dijo:

- Mamá, Cora está muerta.