lunes, 21 de julio de 2008

Cora

Todo empezó porque mi hijo quería un perro. En la clínica veterinaria nos recomendaron que fuéramos a un refugio y adoptásemos a uno de los perros que tenían recogidos y hacia allí nos dirigimos. A pesar de tratarse de una extensa y bonita finca, el panorama era desolador. Un buen número de jaulas se esparcían por el terreno. En cada una de ellas se alojaban 4, 5 y hasta 8 perros, dependiendo del tamaño de la jaula y del animal. Aullidos y ladridos lastimeros nos acompañaron durante el recorrido, solo hubo una excepción, una hembra de color negro que permanecía silenciosa en el fondo de la jaula:

- No ha dicho ni pío desde que la encontramos y tampoco quiere comer. No sabemos lo que durará.
Aunque no dábamos con el animal que en principio teníamos in mente (más bien pequeño de tamaño y de edad) iniciamos una segunda vuelta decididos a llevarnos a cualquiera de ellos para intentar darle una vida mejor de la que allí llevaba cuando apareció un grupo de tres mujeres con dos perros pequeños. En cuanto mis ojos recayeron sobre "Quintín" supe que "él" era mi perro. Sus grandes y tiernos ojos me cautivaron nada más verle. Pequeño, negro, con el pelo corto y brillante; sus patitas en consonancia con su cuerpo también eran cortas, lo único largo en él era su rabo que no paraba de mover de puro contento en cuanto oía que alguien se dirigía a él con voz cariñosa.

- Pero que cosa más bonita- dije al verle

Y Quintin caminó hacia mí con ojos alegres, sin parar de mover el rabo y con el hocico dispuesto para las caricias.

- ¿Me le puedo llevar? pregunté
- Por supuesto
- Me encanta, nos le llevamos...

Pero Quintin no estaba solo, con él venía "Cora"…

El cuerpo de Cora se asemejaba al de una cabritilla pequeña, sin embargo su fuerte pelaje y sus ojos se parecían a los de una vaca. El pelo de Cora era blanco con manchas negras. Su cabeza también era blanca con una gran mancha marrón en el centro y unas orejas cortas y pintiagudas. Cuando ella me miró con esos ojos profundos y tristes fui incapaz de dejarla allí.
Cora pareció comprender al primer golpe de vista que a quien tenía que conquistar era a mi. Así que cuando finalmente me senté en una silla en la oficina del centro de acogida para realizar los trámites de adopción, Cora pegó un salto y se instaló encima de mis piernas sin pedirme permiso y sin la más mínima intención de marcharse, se hizo un ovillo y allí se quedó. Desde ese momento supe que no era yo quién había adoptado a Cora, si no que era ella la que me había adoptado a mí.

Desde el instante en el que llegamos a casa, Cora dejó claramente que en aquella “pareja de hecho” la que llevaba los pantalones era ella y a Quintín no le quedó más remedio que aceptarlo. Cora era la primera que comía y cuando ella se había saciado entonces podía Quintín acercarse. El tema de la comida provocó varios altercados siempre iniciados por Cora. Finalmente decidimos que comieran por separado. También se adueñó de la cesta y de la manta que les habíamos comprado para que durmieran. Si Quintín era rápido y se instalaba antes que ella, no había problemas, porque Cora muy sutilmente se iba acercando y a base de carantoñas, lamidos y besos lograba que él la hiciera un sitio. Pero si ocurría al contrario y era ella la que se instalaba la primera y Quintín intentaba acercarse, Cora empezaba a emitir amenazadores gruñidos que en alguna ocasión llegaron a convertirse en auténtico ataque. En venganza Quintín poco a poco, con sus finos dientes acabó destrozando la cesta. El mismo camino siguieron una alcochada cunita y un cojín. Sus peleas acabaron hartándome tanto que terminaron durmiendo los dos en el suelo.
Cora también decidió que todo lo mío cuando yo no lo usaba era ella y nadie más que ella la que debía custiodarlo. Así, por ejemplo, en cuanto yo me levantaba de la tumbona en la que solía tomar el sol, ella se subía rápidamente. Si no tenía la precaución de cerrar correctamente la puerta de la lavadora Cora la abría y sacaba una o dos de las prendas que yo había metido. Aunque siempre allí dentro había ropa de mi familia, Cora únicamente cogía mis cosas, las demás allí las dejaba. Este fetichismo perruno acabó con un jersey que apenas me había puesto un par de veces, alguna que otra camiseta y un fino vestido que usaba en verano para estar en casa. Se dedicaba a hacer un rebujo con ellos en el que luego se revolcaba para impregnarlos de su olor. En tan afanosa operación enganchaba lo que hubiera pillado con las uñas de sus pezuñas y la prenda en cuestión terminaba en el cubo de la basura. Si Quintín intentaba acercarse al fetiche que ella atesoraba entre sus patas era recibido con amenazadores gruñidos en el mejor de los casos y con una dentellada en el peor.

Cora aprendió a saltar la valla del jardín. Era increíble como una perra tan pequeña podía salvar una alambrada de dos metros, pero prometo que lo conseguía. En más de una ocasión fui testigo de sus afanes. Decidí observarla sin que ella se diera cuenta después de que en un par de ocasiones apareciera en la calle moviendo el apéndice que tenía por rabo, corriendo como una loca y saltando como una cabra, feliz de salirme al encuentro y poder así recibirme ella sola sin la competencia de Quintín y sin tener que compartir las caricias y parabienes con él. La primera vez me asusté creyendo que me había dejado la puerta del jardín abierta, pero cuando llegué comprobé que no solo no estaba abierta, sino que además hasta había echado la llave. Mientras tanto Quintín lloriqueaba cosa que hacía siempre que no podía ir tras ella, sus cortas patitas le impedían seguirla en sus correrías.

Mi perra era feliz cuando nevaba y verla era todo un espectáculo. Corría por la nieve como si en lugar de un perro, fuera un canguro, encogiendo las patas. Cuando se cansaba de correr y saltar, se revolcaba en ella sin importarla su frialdad. Al igual que la nieve la encantaban el agua y el sol. Era capaz de permanecer al sol en pleno verano a las horas en las que el astro rey calentaba con su máxima intensidad. Cuando ya no podía más, Cora se dirigía a un barreño que yo había dispuesto para ella con agua, se metía en él y se ponía a dar vueltas para refrescarse el cuerpo mientras no paraba de beber. Con la sed saciaba y con el cuerpo fresco volvía a tumbarse al sol y así era capaz de pasarse la tarde entera.

A Cora la empezaron a dar ataques epilépticos. La primera vez me asusté muchísimo creyendo que la perra se me iba a morir en plena calle y sin poder hacer nada para socorrerla. Después de varias consultas al veterinario decidimos que lo más prudente era observar si se repetían, con cuánta frecuencia y en que ocasiones. El caso es que aquello pareció que había sido un hecho aislado y el tiempo fue pasando y solamente de cuando en cuando parecía sufrir un pequeño amago de ataque, sin la intensidad del primero y del que Cora se recuperaba inmediatamente. Dos o tres años más tarde adquirí una casa en la sierra a la que me fui con Quintín y Cora a pasar un mes entero. Cora no había sido tan feliz en su vida como lo fue aquel verano. Pasábamos casi todo el día en la naturaleza y el agua corría por todas partes, así que Cora no paraba de subir y bajar riscos, intentar atrapar conejos, ratones, culebras, pájaros y demás fauna que se toparan con ella, de saltar paredes y de meterse en todas las acequias, regueras y arroyos que se cruzaban en nuestro recorrido diario. A los pocos días de estar allí mi pareja de perros era conocida por todos y especialmente Cora que no paraba de sorprender con su manera de saltar, trepar, nadar y tomar el sol. Pero aquel mes lleno de actividad y de excitación tuvo su lado amargo, los hasta entonces esporádicos ataques de Cora se repitieron con demasiada frecuencia. En cuanto llegamos a Madrid la llevé al veterinario y me confirmó lo que ya me habían dicho hacía algunos años. El tratamiento, una vez iniciado, no tenía marcha atrás. Los efectos secundarios eran demoledores: el perro terminaba muriendo con el hígado destrozado por la medicación. Por supuesto la decisión era mía. Me aconsejaron que la observara nuevamente, que era posible que los ataques la hubieran repetido con tanta frecuencia de la pura excitación que había tenido durante las vacaciones. ¡Vaya!, pensé para mí, resulta que se puede morir de un exceso de felicidad.

Era la mañana del primer sábado de septiembre y habíamos estado en el parque. El calor hacía estragos y Cora y yo llegamos a casa asfixiadas; ella se tiró en el suelo de gres buscando el frescor y yo me dejé caer en un sofá con el aire acondicionado funcionando a todo trapo, mientras tanto Quintín no parecía tan afectado como nosotras y todavía le quedaban energías para revolotear a nuestro alrededor.

Después de comer empezó a extrañarme la inmovilidad de Cora; ya hacía unas horas que habíamos vuelto y al fin y al cabo en casa la temperatura era estupenda. Me acerqué a ella y pude comprobar que respiraba con bastante dificultad. Asustada me fui al ordenador a buscar una clínica veterinaria de guardia. Afortunadamente encontré una no lejos de casa y en la que me dijeron que no había nadie esperando. Cogía a Cora, la subí al coche y nos fuimos a la clínica. Mi pobre cabritilla loca, siempre tan saltarina, fue incapaz de bajar del coche por sí misma, tuve que cogerla en brazos y entrar así con ella en la clínica. La inyectaron varias medicinas y la hicieron unas cuantas pruebas. El resultado fue que la perra presentaba un cuadro de insuficiencia cardio-respiratoria, producido, en principio y a falta de hacerla más pruebas, por tener un corazón demasiado grande que la oprimía una de los pulmones y se lo dejaba inutilizado para respirar. Los ataques epilépticos del verano se habían debido a una falta de riego sanguíneo y de oxígeno en el cerebro producidos por esta patología. Así que a Cora no había que tratarla del sistema neurológico, si no del corazón. Cora se comportó estupendamente y se dejó pinchar, radiografíar y poner los cátodos para el electro sin la más mínima resistencia.

- ¡Qué perra más buena!- Comentó la joven veterinaria que nos atendía.
- No, te equivocas. No es buena, es que está muy malita.

Al día siguiente cuando la llevé nuevamente a que la viera, Cora, sensiblemente mejorada gracias a la medicación, hizo de las suyas y hubo que sujetarla fuertemente para que no se tirara de la camilla y ponerla un bozal porque estuvo a punto de darle un bocado cuando la pinchó.

- ¡Vaya Cora, cómo te has recuperado de ayer a hoy! Aunque has estado a punto de morderme, no sabes cuanto me alegro de verte así.
- Ya te dije que no es que fuera buena, si no que se encontraba muy mal.

Cora pareció recuperarse en un par de semanas y aparentemente volvía a ser la misma. Unas pruebas más exhaustivas demostraron que todo era producto de la medicación. El corazón de Cora sufría un proceso degenerativo que no había manera de parar, la medicación lo único que conseguía era minimizar los efectos. No solo tenía el corazón muy dilatado, una de sus válvulas estaba dañada y las paredes del músculo estaban desgastadas. Su enorme corazón ocupaba la mitad de la caja torácica por lo que Cora solamente respiraba con uno de sus pulmones. No me dijeron cuanto tiempo la quedaba, todo dependía de cómo respondiera a la medicación y a nuestros cuidados. Decidimos, que viviera lo más feliz posible el tiempo que la quedaba. De esta manera Cora tomaba cinco pastillas al día. Para que se las tragara la dábamos quesitos, fiambre de pavo o de jamón de York, según se terciara. Hasta tal punto asoció Cora la ingestión de las pastillas con el deleite de “aquellos manjares”, que en cuanto la llamaba y la decía:

- Cora: pastis (abreviatura de pastillas). Acudía como una exhalación sin dejar de mover el rabo.
Además de las pastillas hubo que comprarla un pienso sin sal y como la encantaba el pan, la dábamos rebanadas de pan tostado sin sal. Con tantos mimos y cuidados, Cora presentaba un aspecto de lo más saludable, tanto que su veterinario casi no se lo podía creer.

- Si no supiera que tiene lo que tiene, diría que es el perro más sano del mundo.
- No me hables, si vive mejor que yo.
- No me cabe ninguna duda, no hay más que verla.

Aquella mañana cuando me levanté para irme a trabajar observé que Cora estaba especialmente nerviosa (más de lo ya era ella de por sí). Intenté tranquilizarla con caricias y palabras cariñosas y también con sus gotas de valeriana. Finalmente la dí un trozo de pan:

-Por lo menos mientras se lo come dejará de ladrar y de saltar.

Mis gestos parecieron verse recompensados y Cora cogió su trozo de pan y se marchó con él a un rincón, finalmente se sentó y lo depositó entre sus patas. Con el panorama perruno aparentemente controlado me marché a mis quehaceres diarios.

A media mañana sonó el teléfono de mi mesa. Era mi hijo; con voz entrecortada y sin apenas permitirme que le saludara, me dijo:

- Mamá, Cora está muerta.

1 comentario:

Unknown dijo...
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